lunes, 13 de abril de 2009

CAPÍTULO 6

La guarnición romana, que construyó y ahora protegía aquel tramo del Muro de Adriano, estaba preparada para llevar a cabo una incursión por tierra de salvajes. Aquellos animales eran bestias que debían caer bajo sus afilados espadas; Roma era lo único que debía prevalecer en el mundo.

Los romanos ya sabían que debían evitar los bosques, los pictos se desenvolvían mejor en aquel terreno y también influía sobremanera lo desconocido, leyendas que se contaban como verdades y que todos creían por lo que era mejor no molestar a los dioses de los bosques. Sólo necesitaban apresar a veinte o treinta bestias, en los circos de todo el Imperio se pedía a gritos los espectáculos con pictos, con esas extrañas criaturas que se tatuaban la piel y se pintaban la cara. A pesar de las leyendas y del bosque observador la guarnición estaba de buen humor, aquello era mejor que construir el muro, mejor aún que derruir una parte para volverla a construir, caprichos aquellos de un Emperador que de ese modo los mantenía ocupados sin que ellos lo supieran.

Eran fantasmas bajo la luna, la luz blanquecina les confería un color de muerte. La puerta de aquel tramo del muro se abrió y escupió organizadamente a doscientos romanos, avanzaban a media marcha y en dos horas llegarían al asentamiento picto que habían localizado. El ejercicio físico les vendría bien, sus piernas estaban agarrotadas debido al trabajo de mampostería que venían desarrollando desde hacía tiempo, además odiaban trabajar con el cincel y el martillo pues ellos eran carne de batalla. Algunos, al poco de iniciada la marcha, ya añoraban no yacer esa noche con su esposa, el Muro de Adriano quedaba muy lejos de la madre Roma y allí se hacía la vista gorda ante los matrimonios, a los soldados se les estaba prohíbido casarse.

Los pictos estaban preparados. Se habían pintado la cara y los cuerpos para tener el favor de los dioses. Agazapados, tras los árboles, dentro del río, esperaban sorprender a los romanos, a esos enemigos a los que ellos nunca habían desafiado.

No eran tantos como esperaban, sería fácil aniquilar a las pocas decenas de romanos que marchaban hacia su fin. Sin embargo nada era lo que parecía, los romanos sabían que los pictos los esperaban y les fue fácil matar por la espalda a las bestias. Mati intentó proteger a su compañero sin éxito, dos espadas romanas fueron necesarias para acabar con su vida. Ella supo que aquél era el fin, lo supo cuando la calidez recorrió su cuerpo.

La percepción del paso del tiempo se ralentizó hasta extremos insospechados, sólo en los agujeros snegros que habitan el cosmos el tiempo transcurría tan despacio y upo en aquel instante que todo lo que había vivido en aquella vida sería un espejismo, todo lo vivido sería menos que un recuerdo, en el futuro todo lo pretérito sería una simple paramnesia olvidada. Allí, tendida en el frío suelo, un reguero de sangre que brotaba de su cabeza recorría su cara; la sangre era cálida y las lágrimas que surcaban su rostro eran gélidas. Su amado muerto yacía no muy lejos de ella al igual que muchos de los que antes habían sido su familia, su clan. Le daba igual la suerte que pudiera correr y por ello no hizo ni el menor intento de levantarse y huir.

Cuando todo terminó las mujeres fueron violadas, a los pocos hombres que habían dejado con vida los golpearon brutalmente para quitarles la poca rebeldía que recorría su sangre y los niños ya no se harían adultos. Por algún motivo desconocido Mati no fue asesinada al igual que el resto de las féminas, ni siquiera la violaron. Ella formaba parte de los veinte pictos, que atados como perros, eran prisioneros de los romanos.

Levantó la vista, ya habían pasado casi dos días, y vio una gran muro que se extendía desde el suelo hasta el cielo. Era el Muro de Adriano. Una nueva vida comenzaba, quizás el Coliseo la esperaba.

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