sábado, 14 de marzo de 2009

CAPÍTULO 4

Venecia había sido construida en medio de pantanos e islotes, sus fundadores perseguían así protegerse de las hordas bárbaras. De eso hacía ya mucho tiempo, ahora era una espléndida urbe, floreciente e independiente. A cada paso se erigía un palacete más fastuoso que el anterior, era la Venecia de los grandes comerciantes, era la Venecia de los cuatrocientos puentes.

Allí las calles de tierra no existían, todo era canales comunicados entre si, con puentes por doquier. Las negras góndolas iban y venían con pasajeros o mercancías, en Venecia se podía comprar lo que se quisiera por muy lejano que estuviera su lugar de origen.

Las fiestas privadas en Venecia sólo eran comparables con las ofrecidas por o para los reyes europeos. Destacaba sobre todo el Carnaval, fiesta que coincidía con el cobro de impuestos, entre otros motivos porque los cobradores no podían identificar a los comerciantes que debían satisfacer las tasas debidas, nadie podía exigir a un enmascarado mostrar su faz; escarceos amorosos entre los disfrazados se sucedían tras cualquier columnata; venganzas personales al amparo de la impunidad que otorgaban las máscaras; y diversión, mucha diversión y elegancia era lo que representaba el Carnaval para los venecianos de la época.

Venecia no era el lugar más adecuado para ser huérfano, allí sólo existían dos salidas para los abandonados, repudiados o desgraciados; la prostitución o el trabajo de sol a sol en algún buque mercante. Por ello Mati cuidaba mucho no ser descubierta, procuraba que nadie supiera que estaba sola en este mundo. Su palacete era de los más bellos de Venecia, de tres alturas y con un canal privado que llegaba hasta su interior. Su interior estaba repleto de obras de arte, de gran valor todas y por ello eran siempre la comidilla de toda la ciudad pues sus moradores apenas se dejaban ver en público y en las contadas ocasiones en las que lo lo hacían se limitaban a pasear por los canales en su suntuosa góndola, sólo su hija, Mati, parecía vivir allí constantemente. Ella era un chica de gran belleza interior, inteligente, adinerada como la que más y por lo tanto muy pretendida por los señores casaderos. Sin embargo estaba siempre sumergida en el trabajo, dando órdenes a los empleados para que compraran o vendieran esto o lo otro, órdenes que supuestamente recibía de su padre a través de cartas enviadas desde los más recónditos lugares del mundo, de hecho algunas tardaban meses y meses en llegar. Si supieran sus vecinos que estaba sola en aquel mundo...

Al despertar supo enseguida dónde estaba, toda la habitación había sido decorada con frescos extraordinarios, hasta el techo evocaba el cielo nocturno de manera fidedigna. Recordó algo y rápidamente abrió la bolsa, en cuanto lo vio supo lo que era, un papel en el cual había sido dibujada una máscara de carnaval, tal vez aquello le advirtiera de algún peligro o fuera una pista a seguir. Fuera lo que fuese decidió no atormentarse con aquel enigma, de hecho pudiera ser que pasaran años hasta que tuviera algún sentido.

Oyó la música de fondo, provenía de abajo, era rítmica y melódica y un nombre le vino a la mente. Angelus Domine. Salió bruscamente de su desayuno musical cuando tocaron a la puerta y entraron dos sirvientas. Una descorrió totalmente las cortinas de seda azul que cubría los cuatro ventanales, la luz invadió la gran estancia, Mati no pudo sino sonreír, era como si también la luz hubiera llegado a aquellas pinturas. La otra sirvienta empapó una toalla en agua y aseó a Mati que se dejaba mimar y cuidar. Sería un agradable día.

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